martes, 6 de noviembre de 2012

Chelsea Barracks - El Pueblo y el Príncipe contra la Arquitectura Moderna


Chelsea Barracks es el nombre que recibe una manzana del distrito londinense de Kensington y Chelsea, próximo al hospital homónimo. El primer conjunto de edificios fue construido en la década de 1860 como alojamiento para dos batallones de tropas, y fue demolido en la década de 1960 para albergar dos bloques de hormigón que serían nuevamente demolidos en 2008. En ese momento Lord Richard Rogers propuso un gran proyecto moderno que se encontró con la oposición tanto del príncipe de Gales como de una buena parte de la sociedad británica. Quinlan Terry realizó una contrapropuesta que no llegó a realizarse, si bien el actual proyecto sí ha tenido en cuenta las demandas de la sociedad y se adapta al tejido histórico del barrio de mejor forma que el brutal proyecto de Lord Rogers.

Para saber más:


El príncipe tenía razón. Ahora los arquitectos deben oírle.

Proyecto de Lord Richard Rogers.

Proyecto de Quinlan Terry.

Proyecto actual, de Squire & Partners. Fuente: Londonist.

domingo, 4 de noviembre de 2012

Esperanza Aguirre y el traje nuevo del emperador

El pasado verano, poco antes de presentar su dimisión como presidenta de la Comunidad de Madrid, Doña Esperanza Aguirre hizo unas declaraciones referentes a los arquitectos tras una visita que realizó al municipio madrileño de Valdemaqueda, en la cual le mostraron el nuevo ayuntamiento, obra de los arquitectos Ángela García de Paredes e Ignacio Pedrosa. La ex-presidenta mostró una opinión negativa sobre el edificio y los arquitectos en general, no dejándose impresionar por el hecho de que éste hubiera ganado algunos premios



La señora Aguirre fue durante el tiempo que estuvo en el poder una suerte de chivo expiatorio a la que el progresismo consideraba causa y consecuencia de todos los males que acechaban a la Villa y Corte y su provincia. Sin ánimo de querer entrar en valoraciones políticas, hay que precisar que la ex-presidenta se ha limitado a decir en alto, quizá de un modo brusco tan propio del carácter mesetario que confunde sinceridad con impertinencia, lo que muchos opinan: que la arquitectura moderna puede resultar estéticamente desagradable y sus argumentos pedantes. Como si del niño del cuento de Hans Christian Andersen se tratara, Aguirre ha tenido el valor de denunciar que el emperador está desnudo, metáfora bastante adecuada para el asunto que tratamos, dada la evidente desnudez de la que hace gala la arquitectura moderna amparándose en una supuesta sinceridad estructural y constructiva que sólo los verdaderos entendidos pueden apreciar. 

Sin embargo, el elogio no está exento de crítica y tal vez la señora Aguirre debería haber actuado de forma más militante con los principios arquitectónicos que a ella le hubieren parecido más adecuados para la comunidad en la que gobernaba. Baste recordar las declaraciones del Príncipe de Gales sobre la ampliación de la Galería Nacional de Arte de Londres (un furúnculo en la cara de un amigo bien amado) o sobre la operación urbana en Chelsea Barracks. De paso habría conseguido conferir una impronta a la ciudad de Madrid, que a pesar de la cantidad de monumentos que alberga, sigue a día de hoy buscando un icono que la represente como si de un Springfield cualquiera se tratase.

martes, 9 de octubre de 2012

La nueva espadaña de la Iglesia de Facinas


La nueva espadaña de la Iglesia Parroquial de la Divina Pastora de Facinas. 

Con ocasión de la Jornada Mundial de la Juventud de 2011, el arquitecto Ignacio Vicens desplegó por la capital española toda una serie de arquitecturas efímeras de gusto opinable con las que pretendía mostrar la modernidad de una Iglesia comprometida con los jóvenes a la vez que los nuevos aires de una arquitectura religiosa española. Aunque el señor Vicens dedicó su tesis doctoral al estudio de las arquitecturas efímeras del barroco español, las estructuras que acompañaron la visita de Su Santidad Benedicto XVI se proyectaron en continuidad con la modernidad militante y agresiva de su obra. Como tantos otros arquitectos modernos, Vicens se escuda en su conocimiento de la historia para defender unos postulados modernos que, por principio, son incompatibles con cualquier continuidad histórica. De esta forma se pretende, apropiarse de la historia y la tradición desde posturas modernas para impedir su continuidad. Cualquier intento de recuperar la tradición desde la propia tradición y no desde interpretaciones modernas que la distorsionan es automáticamente calificado de “pastiche” o “kitsch” por parte de los arquitectos más mediáticos, lo cual no impide que en ocasiones triunfe el sentido común de la continuidad de la tradición frente a la dudosa huida hacia delante que propone la modernidad. Un buen ejemplo de esto es la nueva espadaña que luce la Iglesia de la Divina Pastora, en la pedanía tarifeña de Facinas. 

La Parroquia de la Divina Pastora tal como la podemos contemplar actualmente es el resultado de una restauración efectuada en 1830 a la anterior iglesia, cuya primera referencia data de 1759. El templo es muy sencillo, de una sola nave con dos tramos de bóvedas vaídas y una cúpula sobre el presbiterio, todo pintado en blanco, con unas franjas amarillas para indicar unos imaginarios capiteles que, de haberse dispuesto de mayores fondos, indudablemente estarían ahí. La iluminación se realiza por óculos y confieren un aspecto sereno y vernáculo, en el que destaca el retablo neogótico, traído ex profeso desde Cádiz y uno de los escasos representantes del neogótico en España. 

Al templo se le adosan varias dependencias parroquiales conformando una manzana con entidad propia en torno a un patio con arcadas en la más pura tradición vernácula andaluza. La fachada de la iglesia muestra un primer cuerpo de piedra arenisca rematado por una sencilla cornisa. Dos pilastras toscanas muy estilizadas enmarcan la puerta de acceso y un sencillo edículo con la imagen de la patrona remata la cornisa. Probablemente la fachada fuera a constar de un segundo cuerpo también en piedra que contuviera algún frontón u otro tipo de remate con la imagen de la patrona más elaborado que el existente, así como una espadaña, en línea con otras iglesias de similares características repartidas por la provincia de Cádiz. Al no concluirse, la espadaña de la iglesia se colocó sobre uno de los muros laterales, donde ha permanecido hasta el verano de 2012, cuando se ha procedido a la construcción de una nueva sobre la fachada principal. 

Esta nueva espadaña se inserta en la larga tradición de espadañas andaluzas, que a su vez derivan de modelos propuestos en diferentes tratados de arquitectura del Renacimiento y el Barroco. Se estructura en tres cuerpos con pilastras y está rematada por un frontón con un azulejo que representa al Espíritu Santo. A modo de entablamento y separación entre cada “orden” una banda de azulejos muestra la Salve a la Divina Pastora. Además, cuatro jarrones y una cruz de forja contribuyen a armonizar la composición, en clara analogía a los pináculos que estabilizaban los empujes de los grandes templos y edificios.

A la derecha, la Iglesia de la Divina Pastora antes de la construcción de la espadaña. A la izquierda, la propuesta de Ignacio Blanco Peralta.

El autor del proyecto es el tarifeño Ignacio Blanco Peralta, y las labores en hierro son obra del artesano sevillano D. Rafael Ramírez Ruano. No nos consta en las fuentes consultadas que el señor Blanco Peralta sea arquitecto, y hemos de considerar su propuesta nacida de devoción y la voluntad de crear un elemento digno para la parroquia de Facinas. Es cierto que algunos elementos de su espadaña podrían haberse concebido de mejor forma: las pilastras del segundo cuerpo son demasiado anchas y rompen cualquier regla de superposición de órdenes, por mucho que sus basas pretendan imitar a las del primer cuerpo. Además sus capiteles no son tales y bien necesitarían de las molduras necesarias para serlo, o bien el entablamento que los separa del siguiente nivel debería haber estado más desarrollado, de forma que los azulejos hubieran hecho las veces de friso donde se leen los versos del himno, tal como se hace en el cuerpo inferior. Del mismo modo, el frontón habría necesitado de al menos una moldura que lo perfilara y enmarcara el azulejo del Espíritu Santo.

Al estar situado en un pequeño municipio, y al ser el templo en sí mismo un edificio muy sencillo, sin grandes pretensiones, lo que en otros contextos podría ser considerado como un aberrante pastiche de mal gusto queda aquí como una obra inocente fruto del ingenio y de la devoción popular, pues no en vano ha sido gracias a la recolección de fondos por parte de los vecinos de Facinas que ha sido posible la construcción de esta espadaña en cierto modo tan encantadoramente ingenua. 

Para saber más:



domingo, 7 de octubre de 2012

Premio Rafael Manzano Martos




El Premio Rafael Manzano Martos de Arquitectura Clásica y Restauración de Monumentos
con el apoyo de:

Fundación Mapfre
Real Academia de Bellas Artes de San Fernando
Escuela de Arquitectura de la Universidad de Notre Dame

El Premio Rafael Manzano Martos ha sido posible gracias a la generosa aportación de The Richard H. Driehaus Charitable Lead Trust.


El Premio Rafael Manzano Martos de Arquitectura Clásica y Restauración de Monumentos, convocado por la Richard H. Driehaus Charitable Trust y la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Notre Dame (Indiana, Estados Unidos), tiene como fin difundir los valores de la arquitectura clásica y tradicional, tanto en la restauración de monumentos y conjuntos urbanos de valor histórico-artístico como en la realización de obras de nueva planta capaces de integrarse armónicamente en dichos conjuntos.

El Premio está dotado con 50.000 euros y una medalla conmemorativa y se entregará por vez primera el 16 de octubre de 2012 en un acto solemne en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Madrid).

En esta primera edición el Jurado ha decidido otorgar este Premio al arquitecto Leopoldo Gil Cornet por las obras de restauración de la Real Colegiata de Roncesvalles (Navarra), realizadas entre 1982 y 2012.

Rafael Manzano Martos
Rafael Manzano Martos, arquitecto, académico y profesor de Historia de la Arquitectura, ha dedicado su vida al estudio del Clasicismo, tanto en Occidente como en el mundo islámico, restaurando múltiples monumentos en España y realizando una arquitectura que, dentro de la modernidad impuesta por nuestro tiempo, no ha renunciado nunca a los valores del legado clásico.

Como defensor de los mencionados valores, Rafael Manzano Martos fue ganador del Octavo Premio Richard H. Driehaus de Arquitectura Clásica, concedido en los Estados Unidos en el año 2010 y promovido por el gran mecenas norteamericano Richard H. Driehaus a través de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Notre Dame de Indianápolis. Este premio está considerado como uno de los reconocimientos más importantes del mundo a una trayectoria profesional vinculada a la Arquitectura Clásica y la Restauración.

Coincidiendo con la entrega del mencionado premio en los Estados Unidos, Richard H. Driehaus anunció la creación de un nuevo premio en España en defensa del patrimonio urbanístico español y de las tradiciones arquitectónicas españolas: el Premio Rafael Manzano Martos de Arquitectura Clásica y Restauración de Monumentos.


The Richard H. Driehaus Prize

El Richard H. Driehaus Prize se otorga anualmente en la Universidad de Notre Dame a un arquitecto vivo cuyo dominio de los principios de la arquitectura y el urbanismo tradicionales o clásicos haya producido obras construidas sobresalientes por su extraordinario diseño y sus cualidades sociales y medioambientales. 

Junto con el Richard H. Driehaus Prize cada año se entrega el Henry Hope Reed Award a individuos ajenos a la práctica arquitectónica que hayan contribuido de forma significativa al apoyo de la preservación y el crecimiento de la ciudad tradicional. 

El programa del Driehaus Prize está  concebido para constituir una parte integral de la vida académica de la Escuela de Arquitectura  de Notre Dame. Los premiados dan conferencias en ella y celebran encuentros informales con los alumnos en el campus. 

“Belleza, armonía y contexto son los rasgos distintivos de la arquitectura clásica, que, por consiguiente, sirve a las comunidades, realza las cualidades de nuestro entorno compartido y desarrolla soluciones sostenibles a través de los materiales y técnicas tradicionales", dice Richard H. Driehaus, el filántropo de Chicago que ha establecido el Richard H. Driehaus Prize de 200.000$ en la Universidad de Notre Dame para honrar a aquellos arquitectos vivos cuya obra encarne estos principios dentro de la sociedad contemporánea. 

El Driehaus Prize ha sido concedido anualmente desde 2003 a arquitectos representativos de las diversas tradiciones clásicas y cuyo impacto artístico refleje su compromiso con la conservación de la cultura y el medio ambiente. 

La Arquitectura Clásica y el Urbanismo Tradicional representan las máximas aspiraciones de una cultura. Los ideales intemporales que han pervivido durante siglos se están convirtiendo en algo cada vez más esencial para la conservación de nuestro Patrimonio Cultural y para la protección no sólo de nuestros recursos económicos y medioambientales, sino también del sentido de continuidad y de identidad que mantiene a las comunidades. La Arquitectura Clásica es sostenible por definición y el diseño urbano tradicional favorece la creación de medios apropiados para que la gente pueda reunirse para desarrollar su vida, su trabajo o sus ritos.

Los ganadores del Premio hasta el momento han sido: Léon Krier, Demetri Porphyrios, Quinlan Terry, Allan Greenberg, Jaquelin T. Robertson, Elizabeth Plater-Zyberk and Andres Duany, Abdel-Wahed El-Wakil, Rafael Manzano Martos, Robert A.M. Stern  y Michael Graves.

Su obra abarca distintas culturas y continentes, convirtiendo al Driehaus Prize en un foro para el diálogo sobre la diversidad de las tradiciones arquitectónicas, entendidas éstas, sin embargo, como parte de un continuo que conecta comunidades, sostiene el tejido social y nos une a todos. 

Como afirma Michael Lykoudis, Presidente del jurado del Driehaus Prize y Francis and Kathleen Rooney Dean de la Universidad de Notre Dame School of Architecture: “Dentro del cuerpo de obras ganadoras del Driehaus Prize etas ideas conforman una realidad incluso mayor y más importante sobre la experiencia humana: que el desarrollo  de una cultura o una comunidad no tiene por qué tener lugar a expensas de su historia y de sus valores establecidos. 



sábado, 29 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (VI)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Conclusión

Tom Wolfe muestra, en el caso de la pintura, una opinión contraria a los críticos más influyentes de mediados del siglo XX, quienes pretenden orientar el gusto del público hacia los suyos propios. Los pintores quedan relegados a un segundo plano frente sus valoraciones de los críticos de arte. Wolfe incide en el valor excesivo que se concede a la palabra escrita como vehículo de explicación de la obra pictórica, así como los mecanismos que siguen los críticos para evaluar las obras emergentes y elevarlas a categorías de interés o relegarlas en el olvido. Para describir todo ello el autor recurre a una serie de términos que configuran un discurso fresco y mordaz que contrasta con la gravedad con la que la crítica artística había sentado cátedra respecto al arte de mediados del siglo XX. Sin embargo, en el caso de la arquitectura el objetivo son los propios arquitectos que han configurado el Movimiento Moderno, generalmente europeos que emigraron a América entre 1920-1950 y que cambiaron radicalmente el modo de entender la arquitectura en Estados Unidos. Estos nuevos arquitectos además erradicaron la docencia tradicional de la arquitectura basada en el estudio del pasado, impidiendo por tanto cualquier vuelta atrás desde las propias escuelas. 

En ambos casos podemos hacer una analogía entre Wolfe y el cuento “El traje nuevo del Emperador”. Wolfe pretende actuar como el niño que denuncia la desnudez del soberano mientras los cortesanos adulan el traje invisible. Para ello emplea un lenguaje rápido y directo, sin concesiones a la retórica ni a las reflexiones elevadas, pues busca obtener rápidamente la complicidad de un público ya de por sí hastiado en las cuestiones del arte y la arquitectura moderna. Sus destinatarios, por tanto, no son las élites culturales que critica, sino un amplio espectro de la sociedad conservadora americana que nunca vio con buenos ojos estos experimentos. Es a ellos a quienes anima a denunciar la desnudez del emperador a través de un texto ácido que mueva a la hilaridad. 

Este propósito queda bien claro en el epílogo de “La Palabra Pintada”, donde predice un futuro donde el entramado de artistas y críticos que retrata acaben siendo curiosidades de museo a los cuales los visitantes acudirán sorprendidos a comprobar el poder de la crítica y del texto en el entendimiento del arte. De esto se puede deducir que Wolfe auguraba un futuro en el que esta forma de producir, entender y difundir el arte hubiera desaparecido, pero tampoco muestra cuál sería la alternativa a ese arte que critica. Probablemente deja esta puerta abierta y se reserva la alternativa que él preferiría personalmente en aras de dar un tono objetivo a su argumento. Así pues, no importa qué pudiere venir después mientras que sea diferente a lo que Wolfe critica. 

En “From Bauhaus to our House” no ofrece ninguna predicción en cuanto al desarrollo de la arquitectura, y el texto termina de forma un tanto abrupta con el edificio para la AT&T de Phillip Johnson. Podemos considerar que es otra manera pretender dar un discurso objetivo, pues a pesar de la enorme carga de opinión personal mordaz que contiene, no quiere mostrar abiertamente qué opción arquitectónica defendería. La experiencia de la pintura, las exposiciones y los críticos era mucho más inmediata y directa, pues el contacto con el público es mucho más continuo que el de los arquitectos y los edificios en cuanto a reflexiones teóricas. La última parte del texto toma la línea argumental de Charles Jencks en “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna” y aunque se pueda traslucir una cierta añoranza por las formas arquitectónicas del pasado, este ensayo de Wolfe no hace a los arquitectos de la época que plantean un retorno a las formas clásicas y tradicionales, como podría ser el caso de Quilan Terry por estar directamente referenciado en el texto de Jencks. 

Podemos considerar estas corrosivas valoraciones como un toque de atención hacia las élites culturales del siglo XX, una especie de memento mori con el que recuerda que al igual que la figuración y el clasicismo dieron paso a la abstracción y a la modernidad, éstas a su vez también sucumben al paso del tiempo. La vanidad de los esquemas teóricos que pretendieron redefinir el panorama cultural del siglo XX corren el riesgo de ser desbancados por otros esquemas igualmente vanidosos. Los artistas, críticos de arte y arquitectos modernos dinamitaron los cimientos de una tradición con el propósito de reinar sobre sus escombros y edificar un nuevo corpus conceptual. En cierto modo Wolfe escribe para recordarles que, tarde o temprano, su elaborado corpus también colapsará, y la vanguardia sufrirá el mismo escarnio que el kitsch.

sábado, 22 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (V)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Tom Wolfe ante la arquitectura

“From Bauhaus to our House” fue escrito seis años después que “La Palabra Pintada”, y Wolfe hace uso de los mismos recursos que en ese ensayo para describir la situación de la arquitectura estadounidense desde la década de 1930. El texto está organizado en siete capítulos más un prólogo. El título de cada capítulo es en sí mismo un resumen de su contenido y aunque el estilo es similar al del anterior ensayo comentado, la estructura argumental debe mucho del libro “El lenguaje de la Arquitectura posmoderna” de Charles Jencks, publicado 1977. De él toma Wolfe la idea del fracaso de la arquitectura moderna a la hora no ya de dar respuesta material a las necesidades de la sociedad tras la Primera Guerra Mundial, sino de ser capaz de transmitir un sentimiento de pertenencia a quienes la habitaban. A esta arquitectura, ejemplificada en el denominado “Estilo internacional”, se le opondría otra nueva que juega con el contraste, el guiño al pasado y la ironía hacia la modernidad. Sin embargo, se omite toda la carga teórica con la que Jencks justifica tanto el fracaso de la Modernidad como el surgimiento del nuevo lenguaje Posmoderno. Probablemente esto se deba a la necesidad de crear un texto breve que usa todo el entramado teórico de Jencks como hechos consumados sobre los que ejercer su propia crítica. 

La introducción es un breve alegato nostálgico y patriótico, donde recuerda la arquitectura anterior a la progresiva introducción de la modernidad en Estados Unidos, constatando cómo incluso los edificios construidos de acuerdo a esos nuevos cánones, necesitan dotarse en su interior de repertorios tradicionales. Al mostrar esto como una realidad objetiva, el autor consigue llamar la atención de quien lee y buscar su complicidad. Nuevamente nos encontramos con que no se está escribiendo para las élites culturales sino para un amplio espectro social que sigue vinculado a la estética de la arquitectura tradicional norteamericana. Wolfe se propone antes de iniciar el primer capítulo averiguar el por qué de ese cambio.

El primer capítulo hace un breve repaso por la arquitectura europea anterior a la primera Guerra Mundia. Su título, “Príncipe de Plata” hace referencia al apodo con que Paul Klee denominaba a Walter Gropius, el cual será mantenido por el autor a lo largo de todo el texto. Wolfe describe la admiración norteamericana por el nuevo panorama artístico y arquitectónico que se estaba gestando en la Alemania de la República de Weimar, con especial atención al radical sistema de enseñanza de la Bauhaus, que eludía cualquier influencia histórica para “partir de cero”. Esta expresión es usada por el autor a lo largo de todo el texto como forma de ridiculizar los principios de dicha escuela en particular y la arquitectura moderna en general. Sus vicios y virtudes se justifican únicamente a partir de ese deseo de hacer tabula rasa y “partir de cero”, lo cual era algo deseable en el contexto posterior a la Primera Guerra Mundial, pues un nuevo orden socio-político había emergido como consecuencia de la misma. A diferencia de la pintura, en cuyos cimientos teóricos estaba la lucha contra la sociedad, la arquitectura contaba con el apoyo institucional de la Escuela de la Bauhaus, si bien Wolfe se refiere a la Bauhaus y otros movimientos arquitectónicos de vanguardia como “camarillas”, en clara alusión a lo que en el anterior texto denominó “danza de los bohemios”. Le Corbusier es retratado como paradigma del arquitecto de la época, que se introduce en una de esas “camarillas”, la cual acaba liderando. 

Estas “camarillas” defendían, a través de sus manifiestos, una determinada forma de entender la arquitectura y el mundo que les rodeaba, aspecto tratado por Wolfe en el segundo capítulo, donde se nos muestra la estandarización de esas arquitecturas de vanguardia tas la exposición “Estilo Internacional” de 1932. El autor incide en la ironía que supone que una arquitectura surgida en Europa como forma de oposición a unas clases dominantes y a un orden que consideran superado tras la Gran Guerra, triunfe en Estados Unidos precisamente gracias a esas élites que han denostado. Así pues, unos principios que nacen para dar respuesta a los sectores sociales más desfavorecidos en oposición a la arquitectura opulenta de las clases dominantes (con una consiguiente carga ideológica), acaban teniendo éxito al otro lado del océano como arquitectura exclusiva de unas élites que siempre han mirado a Europa con admiración y envidia. 

La introducción y triunfo del Movimiento Moderno en Estados Unidos fue un proceso dilatado que fue acelerándose a medida que los grandes arquitectos de la vanguardia europea, sobre todo alemanes vinculados en mayor o menor medida con la Bauhaus, emigran a Norteamérica debido al ascenso de los diversos totalitarismos en Europa. Este es el propósito del tercer capítulo, donde estos arquitectos son denominados “dioses blancos”, entre quienes destacan Gropius y Mies van der Rohe, y a quienes Wolfe opone a Wright. Aunque el autor profesa cierta admiración por éste último, elogiando los desplantes que hizo a los arquitectos europeos que empezaban a hacerle sombra, incluye su actitud y su forma de entender la arquitectura dentro de las “camarillas”. 

De esta forma los arquitectos modernos irían “conquistando” las grandes escuelas del país y formando a nuevas generaciones en los nuevos principios. Sin embargo, estas nuevas generaciones, al igual que ocurrió con los que sucedieron a Greenberg, Rosenberg y el expresionismo abstracto, se revelaron contra sus maestros. Esto era reflejo a su vez de la oposición de amplias capas de la sociedad a esta nueva arquitectura, hecho al que el autor dedica el cuarto capítulo, titulado “huida a Islip”, en referencia a uno de los barrios residenciales preferidos por los neoyorquinos y cuya estética era la contraria a la que se pregonaba desde las escuelas de arquitectura. Wolfe concede especial importancia a la cubierta inclinada a dos aguas como símbolo de la arquitectura tradicional, frente al tejado plano característico de los modernos. Además, en este capítulo el autor arremete contra uno de los puntos en los que se apoyaba la difusión del Movimiento Moderno: se lamenta de que en virtud de la reducción de costes, la arquitectura se ha despojado de todo elemento no accesorio y como resultado sus usuarios se vean obligados a “decorar” esta arquitctura para poder “habitarla”. Wolfe replica los argumentos empleados tradicionalmente (no existen artesanos capaces de producir detalles ornamentales de calidad; y estos son demasiado caros), afirmando por una parte que ha sido la propia arquitectura moderna la que los ha avocado a la desaparición y por otra que la brutal reducción de costes de la misma hace que cualquier accesorio resulte caro. 

En este contexto pronto surgieron voces disidentes contra la sencillez de la ortodoxia modernas, a quienes Wolfe dedica el quinto capítulo y califica de “apóstatas”. El autor nos narra las vicisitudes de estos arquitectos, a quienes considera “demasiado americanos” y con ello intenta establecer una relación entre los orígenes europeos de los maestros emigrados, que nunca olvidaron sus experiencias y debates ideológicos en el viejo continente, con los nuevos arquitectos formados plenamente en la modernidad, nacidos en Estados Unidos y con una visión diferente. Estos arquitectos gozaron de éxito profesional, pero fueron denostados desde las universidades por sus profesores, pero a la vez aquellos asimilan las formas de éstos para generar sus propias camarillas y empezar a escribir un nuevo capítulo en la historia de la arquitectura del siglo XX. 

A esta nueva etapa está dedicado el séptimo capítulo, titulado “La Escolástica”. En él se nos habla de los arquitectos conformaron el corpus teórico de la posmodernidad, tal como fue entendida por Charles Jencks. Wolfe destaca por un lado la obra de Robert Venturi, y por otra la de los “blancos”, o los “Cinco de Nueva York”: Peter Eisenman, Robert Graves, John Hejduk, Richard Meier y Charles Gwathmey. Wolfe sigue aquí la misma línea argumental que Jencks y, comparado con el resto de capítulos, su estilo no es tan directo ni mordaz. Podría decirse que el autor entra en un campo que no domina con la soltura con la que dominaba, por ejemplo, la teoría del Expresionismo Abstracto o el Movimiento Moderno. Esto le lleva a ser mucho más cauteloso en sus afirmaciones y a que este capítulo sea más sosegado y de una mayor impresión de objetividad. 

Esta es también la tónica con la que se inicia el último capítulo. Su título hace referencia a los sucesivos debates que hubo entre los partidarios de Venturi y los de los “Blancos”. Los términos “plateado” y “argentino” del título hacen referencia a la todavía fuerte presencia de los arquitectos europeos que emigraron a EEUU, con Gropius, el Príncipe de Plata, a la cabeza. Wolfe introduce la figura de Rossi con la misma cautela que ha presentado a las anteriores y el tono del texto no cambia hasta las últimas páginas, cuando entra en escena Phillip Jhonson. El autor considera que su edificio para la AT&T en Nueva York como toda una declaración de intenciones de la modernidad, de la que este arquitecto se libera como si de un yugo se tratase. Wolfe había mencionado anteriormente a Phillip Johnson como un fiel discípulo de Gropius y Mies, a cuyos bies había estado (de rodillas, según el autor), hasta ese preciso momento. El texto concluye ironizando con la supuesta “apostasía” de Johnson ante la “camarilla” de arquitectos modernos, quienes a pesar de sus críticas contra este edificio, y de los elogios al mismo por sectores ajenos a las “camarillas”, continuarían ostentando la hegemonía de la arquitectura de los últimos años del siglo XX. 

sábado, 15 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (IV)



The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982

Tom Wolfe ante el arte

“La Palabra pintada” se divide en seis breves capítulos, con un prólogo y un epílogo. Todos ellos tienen un estilo literario muy directo y rápido, casi como si Wolfe estuviera delante del lector contándole una anécdota. Esto contribuye a crear en cierto un ambiente de confianza que relaja al lector y le invita a asimilar rápidamente toda la carga conceptual que el autor suelta desde las primeras líneas. 

Los tres primeros capítulos están dedicados a mostrar el panorama de los artistas y las élites culturales en la ciudad de Nueva York, bautizada por Wolfe como “Culturburgo”, descritos desde el punto de vista del autor, quien cita a menudo a la prensa escrita como fuente a consultar o como mero recurso argumental con el que reforzar sus opiniones. Los tres últimos se centran en la progresiva relevancia que van adquiriendo críticos como Clement Greenberg y Harold Rosenberg como garantes del expresionismo abstracto, así como la pérdida de su hegemonía a medida que surgen nuevos movimientos artísticos. 

El prólogo es una breve introducción al tema que se pretende tratar. Wolfe muestra el panorama cultural en la prensa neoyorquina de mediados de la década de 1970 y se sorprende de la enorme carga teórica que necesita el arte contemporáneo para ser entendido. Esto, que se nos muestra como una revelación, es lo que da inicio a todo el discurso posterior. 

En un brevísimo repaso histórico por el arte de la primera mitad del siglo XX, el autor reduce la génesis y evolución de las vanguardias artísticas a dos términos: “Danza de los Bohemios” y “Consumación”. El primer término hace referencia a los entornos en los artistas se mueven, alejados de la oficialidad del arte académico, hasta cierto punto todavía predominante, y vinculados políticamente a movimientos de izquierda o progresistas. Este es un mundo cerrado, ensimismado, que en principio reniega del resto de la sociedad y proclama su aislamiento. Sin embargo, esos circuitos, denominados por el autor bohemios ( ambientes culturales marginales, en clara referencia a la acepción habitual del término), necesitan del resto de la sociedad para su propia subsistencia a través de la venta de sus cuadros. Es aquí donde entra el segundo término, referido al momento en que un determinado artista consigue reconocimiento social. Pero este reconocimiento no es extensible a la totalidad de la sociedad, sino que es exclusivo de unos pocos, denomiados por Wolfe le monde. 

De esta forma, el arte contemporáneo obtiene fama únicamente a través del mecenazgo de un reducido sector de la sociedad, que no necesariamente está interesado en la difusión y entendimiento masivo de este arte. Con esto se nos introduce en el segundo capítulo, que ahonda en el carácter elitista y en cierto modo “iniciático” que tiene el arte contemporáneo. Tanto los artistas como las élites culturales que los patrocinan conforman un espectro social separado, que en el caso norteamericano queda bien diferenciado por la enorme dicotomía que existe entre las grandes metrópolis del país y el carácter rústico del resto de su geografía. Así, los artistas pueden seguir clamando contra las convenciones de la sociedad y a la vez obtener el beneplácito de las élites. 

Pero estas élites culturales que ejercen su mecenazgo sobre los artistas contemporáneos han necesitado una formación para entender y apreciar ese arte exclusivo. Aquí es donde Wolfe introduce a los críticos, a quienes reconoce el mérito de hacer de intermediarios conceptuales entre el artista y el mecenas. Estos críticos, con Clement Greenberg y Harold Rosenberg a la cabeza, no opinan a posteriori, sino que se vinculan activamente al proceso de creación pictórica, de forma que son capaces tanto de dar una explicación, desde la teoría del arte, al acto que realiza el pintor, y transmitirlo a los posibles receptores de esas obras. Con ello no sólo explica, sino que también educa, y ahí es donde Wolfe descarga toda su crítica, en el poder que progresivamente van adquiriendo estos críticos. Según su razonamiento, puesto que únicamente ellos son capaces de entender estas expresiones artísticas, también está en sus manos seleccionar qué artistas son más adecuados para las teorías que defienden. Y por tanto, no divulgan una visión objetiva del arte contemporáneo, sino que han adquirido el poder suficiente para que se divulguen únicamente aquellos artistas que se amoldan a las teorías que, en muchas ocasiones, preceden a los cuadros. 

La teoría artística adquiere entonces un valor aún mayor que el producto artístico final y aunque en los siguientes capítulos el autor muestre cómo Greenberg y Rosenberg perdieron su hegemonía, también cuenta cómo su legado continúa. Las nuevas expresiones artísticas no descartan la figuración y otros recursos rechazados por estos críticos, pero no por ello dejan de necesitar una teoría artística que les de una explicación que ellas no pueden dar por sí mismas. Wolfe dedica los dos últimos capítulos del libro a mostrar ejemplos de cómo, los movimientos artísticos que siguieron al expresionismo abstracto también hicieron uso de la teoría y de la crítica para explicar lo que hacían, hasta el punto de que cada vez era necesario más teoría y menos producto artístico. Incluso Greenberg y Rosenberg pusieron el grito en el cielo ante estos abusos, pero Wolfe los despacha rápidamente considerándolos como unos progenitores que han perdido el control de sus vástagos, convertidos en monstruos. 

El autor concluye su ensayo con un breve epílogo en el que hace referencia al nacimiento de nuevas corrientes artísticas que vuelven a la figuración y que, según él, no necesitarían de elaboradas teorías para entenderse. Por tanto augura un futuro en el que el arte de mediados del siglo XX y sus elaboradas teorías serán vistos como una pintoresca curiosidad. 

sábado, 8 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (III)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Metodología

El estudio de estos textos se ha basado en tres líneas de actuación: por un lado se han identificado los temas comunes en ambos textos, y luego los específicos de cada uno, tanto en terminología como en conceptos. 

Para “La Palabra pintada” se han usado como textos de referencia los propuestos en la primera parte del curso, ya que buena parte de este ensayo hace referencia a sus autores y a la teoría artística que se infiere de los mismos. 

En “From Bauhaus to our House” los textos de referencia han sido tres: “Historia de la Arquitectura Moderna”, de Leonardo Benévolo (Gustavo Gili, 2010); “Historia crítica de la arquitectura Moderna”, de Kenneth Frampton (Gustavo Gili, 1994); y “El lenguaje de la Arquitectura Posmoderna”, de Charles Jencks (Gustavo Gili, 1980). Los dos primeros se han tomado como bibliografía general; sus textos se han considerado como objetivos al ser obra de obligada lectura para entender la arquitectura del siglo XX. De esta forma se puede contrastar lo descrito objetivamente por Benévolo y Frampton con las opiniones subjetivas de Wolfe. El tercer libro influenció bastante la redacción de la obra que comentamos y el propio Wolfe lo cita directamente y toma de él la idea de la arquitectura posmoderna como heredera de una modernidad agonizante y abocada al fracado. 


Estilo. Aspectos en común y contrastes

Tom Wolfe es uno de los fundadores de la corriente del “Nuevo Periodismo”, que se caracteriza, entre otras cosas, por aportar una dimensión estética a sus textos, de forma que éstos sean algo más que meras crónicas descriptivas y se asemejen a relatos, en los que se insertan diálogos realistas, descripciones detalladas, caracterizaciones y un lenguaje similar al hablado. Además, el periodista de esta corriente asume un mayor protagonismo y aporta una visión directa y personal de los hechos que narra. 

Los dos textos que analizamos ofrecen esas características. No se trata de un texto descriptivo en el que se establezca una cronología objetiva y lo más completa posible de las obras o conceptos más relevantes que han caracterizado el arte y la arquitectura de los años centrales del siglo XX. Wolfe aporta su particular punto de vista a lo largo de todo el texto, que efectivamente tiene más de relato contado a modo de experiencia propia del autor que de enumeración de unos hechos históricos. Así pues, la carga subjetiva es considerable en ambos textos, si bien se intenta enmascarar dentro de expresiones que aluden a una supuesta generalidad, de forma que parezca que no es Wolfe quien nos da su propia opinión sino que a través de sus palabras se transmite una impresión generalizada en toda la sociedad. Sin embargo, la manera de mostrar esa subjetividad es diferente en ambos textos. En “La Palabra Pintada”, Wolfe nos habla en primera persona de su experiencia directa en el contexto en el que se desarrollan los acontecimientos (la ciudad de Nueva York, bautizada como “Culturburgo”); la narración es dinámica, como si estuviera rememorando acontecimientos vividos sin solución de continuidad. Por contra, en “From Bauhaus to our House” el estilo es un poco más sosegado; Wolfe habla en primera persona pero no para contar su experiencia sino para dar su opinión. La narración sigue siendo rápida, pero al abarcar un ámbito geográfico mucho mayor, se hace más complicado expresar la experiencia directa, toda vez que es patente que para Wolfe es más sencillo describir una obra pictórica que un edificio. 

Además de estas similitudes en estilo, la línea argumental de ambos se basa en una dialéctica: el arte y la arquitectura modernos surgen como respuesta a un nuevo orden político y social surgido de las cenizas de la Primera Guerra Mundial. Este nuevo orden se plantea ideológicamente por oposición al anterior, de forma que desde el arte se veía a las clases dominantes hasta el momento como un sujeto a escandalizar con sus provocaciones e innovaciones estéticas como forma de concienciación. El nuevo arte adquiere por tanto un carácter revolucionario al cuestionar el orden establecido; sin embargo continúa necesitando que las clases dominantes actúen como mecenas. La única forma de conseguir que las clases dominantes continúen con su mecenazgo es convencerlas de las bondades de unas manifestaciones artísticas surgidas en principio para oponérseles. Ésta será la labor divulgadora del crítico en el caso de la pintura y la escultura, y la de los arquitectos que actúan como sus propios críticos y teóricos en el caso de la arquitectura. 

Por último, Wolfe desarrolla en ambos textos un universo de términos propios que usa como apoyo y énfasis de su crítica. Ésta va dirigida a colectivos concretos perfectamente definidos: los críticos y algunos artistas en el caso del arte, y los propios arquitectos en el caso de la arquitectura. Personajes, situaciones y conceptos e ideas claves dentro de la teoría del arte y la arquitectura de mediados del siglo XX son renombrados de forma que puedan expresar por sí mismos las ideas del autor. Como la valoración que se realiza en ambos ensayos es bastante peyorativa, la terminología de Wolfe en ambos textos tiende a exagerar y ridiculizar. En “La Palabra Pintada” estos términos tienden a englobar colectivos y costumbres más amplias relativas al mundo artístico de Nueva York, mientras que en “From Bauhaus to our House” Wolfe sobre todo renombra o pone apodos a los principales arquitectos de su discurso. 

sábado, 1 de septiembre de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (II)




The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 

From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.


Justificación de los textos elegidos.

Es en este contexto en el que hay que situar las dos obras de Tom Wolfe. La influencia Greenberg y Rosenberg trasciende los límites temporales y artísticos en los que escribieron y supone una forma de entender el arte contemporáneo y a su vez una nueva manera de ver el arte anterior al siglo XX con los mismos ojos que ellos nos han acostumbrado a ver el expresionismo abstracto. A partir de ese momento la labor del crítico será necesaria para controlar y contrastar el progreso del arte; no bastará con el simple genio del artista, sino que éste necesita ser entendido, explicado y difundido por la crítica a partir de unas herramientas lo suficientemente genéricas como para no haber perdido vigencia desde que fueron propuestas hace más de setenta años. 

A partir de la década de 1960 el panorama artístico cambia y con él la aparente hegemonía de la que estos críticos gozaban dentro del mismo. Aunque éstos se resistieron a perder ese papel, bien a través de la negación de estas nuevas experiencias, bien a través de su asimilación, lo cierto es que la puesta en duda de esa autoridad es síntoma del cambio que se produciría. Los nuevos artistas producen unas obras diferentes y en cierto modo opuestas a las anteriores pero que no podrían entenderse sin éstas ni los métodos que la crítica usó para encumbrarlas. “La palabra pintada” hace un recorrido irónico por el panorama artístico de esos años de nacimiento, hegemonía y decadencia de la crítica artística del expresionismo abstracto. En esta obra, Wolfe hace especial hincapié en el poder que habían alcanzado estos críticos a la hora no ya de explicar y entender qué estaba pasando, sino de marcar las pautas de lo que debería ocurrir y justificarlo por escrito. Junto a ellos hace un repaso a los artistas más vinculados a estos críticos y al panorama cultural que rodea a la pintura norteamericana de esos años. 

En el caso de la arquitectura, la crítica no fue tan poderosa y quienes ejercieron el papel de árbitros del gusto fueron los propios arquitectos europeos emigrados a Estados Unidos. A diferencia de los pintores encumbrados por los críticos de arte, relativamente jóvenes o con trayectorias en cierto modo endógenas (por ser productos genuinamente americanos), los arquitectos que introducen el Movimiento Moderno en Europa ya tenían fama y experiencia al llegar a Estados Unidos, por lo que no necesitaban a nadie que ejerciera de intermediario entre ellos y la sociedad. En cierto modo, estos arquitectos eran sus propios críticos y consiguieron cambiar el panorama arquitectónico estadounidense en apenas veinte años. 

Cuando se publica “From Bauhaus to our House” (hemos preferido dejar aquí el título original), los grandes maestros del Movimiento Moderno ya han fallecido y los arquitectos de la segunda generación han visto como el camino propio que ellos abrieron también ha sido cuestionado por otros arquitectos para quienes la ortodoxia de la modernidad no era capaz por sí misma de dar respuesta a los nuevos problemas de la sociedad post-industrial. Wolfe arremete aquí directamente contra los arquitectos más importante del siglo XX, sus teorías y sus edificios, a los que en cierto modo parece considerar opuestos a lo que debería ser la verdadera arquitectura norteamericana (sin que por ello plantee una alternativa). 

El interés de estos dos breves ensayos de Tom Wolfe radica en ofrecernos el punto de vista de alguien no formado específicamente en el arte y la arquitectura del segundo tercio del siglo XX desde; además muestra una visión contraria al elogio convencional al arte y arquitectura de esos años. Su estilo desprejuiciado y heterodoxo resulta interesante por cuando el panorama cultural norteamericano de mediados del siglo XX queda retratado bajo un punto de vista que huye del “culto a la personalidad” de los grandes artistas y arquitectos del momento. Además suponen una forma de adentrarse en la crítica de arte y arquitectura desde un enfoque que es, valga la redundancia, crítico con la crítica existente hasta el momento.

sábado, 25 de agosto de 2012

Tom Wolfe ante el arte y la arquitectura (I)


The painted Word (1975). Edición Española: La Palabra pintada. Anagrama, 1976. 
From Bauhaus to our house. (1981). Edición española: ¿Quién teme al Bauhaus feroz? El arquitecto como mandarín. Anagrama, 1982.

Introducción. 

El siglo XX fue un siglo de progreso. Los avances científicos y tecnológicos mejoraron enormemente las condiciones de vida, y su uso con fines bélicos, además de matar a millones de seres humanos, cambió fronteras y regímenes políticos. El arte no podía permanecer ajeno a todos estos cambios y desde la Primera Guerra Mundial hemos asistido a un nuevo escenario donde las convenciones (figuración en la pintura y la escultura; arquitectura clásica y tradicional en arquitectura; melodías tonales en música) se revelaron obsoletas y dieron paso a una nueva forma de expresión con la que el artista y el arquitecto mostraban su visión de este mundo nuevo. Estas nuevas formas de expresión artística sufrieron en sus inicios el rechazo de una parte de los mecenas europeos y americanos, si bien la situación cambia con el tiempo y tras la Segunda Guerra Mundial asistimos a la plena aceptación de estas manifestaciones artísticas por parte de la élite cultural pública y privada. El papel de la crítica fue fundamental como herramienta docente con la que enseñar al público las virtudes de lo que poco tiempo atrás habían sido movimientos marginales. 

Hasta ese momento, gracias a que las convenciones artísticas habían permanecido más o menos inmutables desde el Renacimiento, era posible establecer un diálogo directo entre artista y mecenas desde el momento en que se iniciaba el proceso artístico, de forma que el resultado final también tenía una comprensión directa por parte de la sociedad receptora. Cuando los artistas inician nuevos caminos de expresión, la sociedad tiene dificultades para seguirlos conforme más se alejan de las convenciones. Es ahí precisamente donde, casi a la vez que el arte de vanguardia, surge la crítica de arte de vanguardia, mediante la cual se orienta al público por estos caminos. Pero esta orientación no siempre es desinteresada por parte del crítico; en ocasiones juega un papel fundamental su gusto o sus inclinaciones artísticas. Acabará convirtiéndose en un personaje importante vinculado a movimientos artísticos en general o a artistas concretos, aliado y enemigo por igual; su opinión será en algunos casos la que diferencie el éxito del fracaso. 

Ese es el ambiente que se da en Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial. El no haber sufrido directamente los estragos de la Guerra mantuvo los tejidos sociales y productivos intactos e incluso durante los años en los que Europa intentaba liberarse del yugo del nazismo, las ciudades americanas contaban con una vida cultural muy activa en la que cada vez cobraban más importancia los denominados artistas americanos de vanguardia, quienes a partir del testimonio de las vanguardias europeas siguieron caminos propios en los que superaron a sus homólogos del viejo continente. Uno de esos movimientos artísticos que pronto alcanzaría fama y renombre internacional es el denominado “expresionismo abstracto”, que debe a la crítica buena parte de su génesis como manifestación artística genuinamente norteamericana. Críticos como Clement Greenberg o Harold Rosenberg contribuyeron con sus escritos a crear toda una teoría del arte contemporáneo que sirviera para fomentar la difusión de este nuevo estilo pictórico como para sentar los parámetros base sobre los que se pudiera asentar cualquier expresión artística posterior digna de ser considerada “moderna” o “vanguardista”. 

Mientras que desde el punto de vista de la pintura y la escultura, los artistas americanos crearon su propio camino que después sería exportado a Europa, la introducción de la arquitectura moderna en Estados Unidos es un producto importado directamente del otro lado del Océano. En los años en los que la Bauhaus o los constructivistas rusos contribuían a aportar el punto de vista arquitectónico al nuevo orden socio-político surgido de la Primera Guerra Mundial, Estados Unidos en particular, a excepción de algunos casos aislados como Wright, Schindler o Neutra, y América en general, continuaban con la tradición clásica en arquitectura, heredera directa de las enseñanzas de las Escuela de Bellas Artes de París. La exposición del Estilo Internacional de 1932 fue un primer y tímido intento de introducir los principios de la arquitectura moderna en Estados Unidos y durante los años posteriores, debido al ascenso de los totalitarismos en Europa, tendentes en líneas generales a perpetuar modelos artísticos convencionales, muchos arquitectos europeos de renombre a emigrarán a América. Una vez en Estados Unidos obtendrán importantes encargos y accederán a puestos docentes en las principales universidades, formando a nuevas generaciones en los principios del Movimiento Moderno. Estas generaciones, al igual que ocurría con pintores y escultores, marcarán sus propios caminos de la modernidad, en ocasiones separados pero siempre indisolubes a la estela marcada por sus maestros. 

Este es, en líneas generales, el estado del arte y la arquitectura norteamericanos entre 1940 y 1970. Durante la década de 1960 la segunda generación de artistas y arquitectos modernos empieza a cuestionar los fundamentos aprendidos de sus maestros, dando inicio a lo que se ha conocido como “crisis de la modernidad”. Esta crisis acabaría desembocando diez años más tarde en la denominada “posmodernidad”, en la cual el cuestionamiento de los principios modernos ha dado lugar a nuevos paradigmas. El sustento teórico del arte y la arquitectura de los años 40 y 50 se considera demasiado dogmático y empieza a resquebrajarse mientras se buscan nuevas alternativas, muchas de ellas basadas en las tradiciones negadas por la vanguardia.

lunes, 6 de agosto de 2012

El poder representativo del clasicismo en la exaltación nacional tras la guerra civil española: del “Sueño arquitectónico” de Luis Moya al concurso para la Cruz del Valle de los Caídos. (V)


Conclusión: el clasicismo como generador de contenidos simbólicos. 

A través de estas propuestas podemos intuir que el clima arquitectónico de la inmediata posguerra propició una serie de debates que, no por parecernos anacrónicos, resultan menos interesantes. Es cierto que las depuraciones profesionales y los exilios privaron a España de profesionales que habían avanzado mucho en la arquitectura moderna, y que los que quedaron se plegaron a las circunstancias, desarrollando un lenguaje acorde con la retórica franquista de la autarquía. Esa propia retórica que buscaba exaltar las glorias pasadas como referencia y motor de futuro se materializó arquitectónicamente, como hemos mencionado, en obras que miraban a la arquitectura herreriana y villanovesca del pasado como referencia. El clasicismo se usa para representar los atributos del nuevo poder, pues con ello pretendía buscar legitimidad dentro de la historia española. Este uso no es ajeno a la arquitectura española y otros regímenes totalitarios, como la Alemania Nazi o la Unión Soviética de Stalin también recurrieron a las formas clásicas. De esta forma podemos decir que el estado totalitario usa a los arquitectos para que, a través del clasicismo, puedan dar forma a los edificios del nuevo régimen y así representar su poder. 

Pero además de esta visión directa esta arquitectura clásica ofrece una segunda lectura a través de la cual entendemos que esos debates y esas propuestas clásicas también intentaban dar continuidad a la tradición arquitectónica, quizá no desde el punto de vista historicista y ecléctico pero sí de una visión del clasicismo como esencia y símbolo mismo de la arquitectura occidental. 

Por tanto, el uso del clasicismo por parte de la retórica de la posguerra tiene como fin inmediato la propia representatividad del estado, a la vez que algunos arquitectos, con Luis Moya a la cabeza, vieron ahí una oportunidad de demostrar que estos valores arquitectónicos clásicos, lejos de suponer una regresión, podrían insertarse dentro de la modernidad arquitectónica y representarla tan bien como los propios principios del Movimiento Moderno.


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Bibliografía 

Capitel, Antón. La Arquitectura de Luis Moya Blanco. Madrid, COAM, 1982. 

Domènech, Lluis. Arquitectura de siempre. Los años 40 en España. Barcelona, Tusquets, 1978. 

Chueca Goitia, Fernando. Invariantes castizos de la arquitectura española.  Madrid, Dossat Bolsillo, 1981. 

Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Madrid, Alberti, 2009. 

Reina de la Muela, Diego. Ensayo sobre las Directrices Arquitectónicas de un Estilo Imperial. Madrid, Verdad, 1944. 

Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Madrid, COAM, 2007. 

Ureña, Gabriel. Arquitectura y urbanística civil y militar en el periodo de la autarquía. Madrid, ISTMO, 1979. 

Urrutia Núñez, Ángel. Arquitectura española s. XX. Madrid, Cátedra, 1997. 

VV.AA. Arquitectura para después de una guerra: 1939-1949. Barcelona, Colegio de Arquitectos de Cataluña y Baleares, 1977. 

VV.AA. Ideas generales sobre un plan nacional de ordenación y reconstrucción. Madrid, Servicios Técnicos de FET y de las JONS. Sección de Arquitectura, 1939.

sábado, 4 de agosto de 2012

El poder representativo del clasicismo en la exaltación nacional tras la guerra civil española: del “Sueño arquitectónico” de Luis Moya al concurso para la Cruz del Valle de los Caídos. (IV)



El Concurso para la Cruz del Valle de los Caídos.

El Valle de los Caídos tiene su origen en un decreto fundacional (13) mediante el cual el general Francisco Franco encomienda al arquitecto pedro Muguruza la construcción del mismo en 1940. Muguruza se encarga de la construcción de la basílica subterránea, la explanada y el monasterio benedictino (14), mientras que para la erección de la cruz se convoca un concurso de anteproyectos en 1942 (15). Se trata del primer gran concurso de Arquitectura después de la Guerra Civil y cuyo propósito no iba encaminado a la mera reconstrucción sino al levantamiento del monumento más significativo del nuevo régimen. Al concurso se presentan veintiuna propuestas firmadas por los arquitectos más prestigiosos de la época, a la que habría que añadir la de Francisco de Asís Cabrero, la cual fue rechazada por no haber finalizado la tramitación de su título en el momento de presentarla (16). Sin embargo, ninguna de las propuestas se juzga adecuada (17) y se encarga nuevamente a Muguruza la elaboración diversas propuestas que son sucesivamente rechazadas por Francisco Franco, quien incluso elaboró un boceto con su propia idea de la cruz. Una vez que Muguruza abandona la dirección de las obras por enfermedad en 1949 se convoca un nuevo concurso de Anteproyectos, donde por fin se elige la propuesta del arquitecto Diego Méndez como ganadora (18). 

Mientras que el Sueño Arquitectónico surge de la iniciativa personal de Luis Moya durante la Guerra Civil, quien usa la exaltación nacional para representar los valores que justifican la continuidad de la arquitectura clásica, los proyectos para la cruz del Valle de los Caídos siguen el camino contrario. Todas las propuestas presentadas emplean el lenguaje clásico para representar la Cruz con la que se quería honrar a todos los muertos de la Guerra Civil. No obstante este clasicismo ofrece una variedad formal que nos habla de la continuidad de ese debate sobre el estilo nacional que se retomó tras la guerra, donde el clasicismo juega un papel definitorio. Las propuestas oscilan entre las que siguen el ideal propuesto por Moya de dar continuidad a la tradición hispánica (19) y las que optan por un clasicismo más depurado (20) y que podrían relacionarse con la arquitectura alemana e italiana de la época, cuyas publicaciones eran las únicas accesibles en una España aislada internacionalmente. De todas las propuestas, la única que sí parece tener una influencia directa con la arquitectura del racionalismo italiano es la de Francisco de Asís Cabrero, quien realizó un viaje a Italia en 1941 y pudo observar de forma directa la arquitectura que allí se hacía, como el Palacio de la Civilización Italiana (Giovanni Guerrini, Ernesto La Padula y Mario Romano, 1938-1943) además de haber mantenido contactos con artistas como Giorgio De Chirico dada la afición del arquitecto por la pintura (21). Además de esa influencia directa de las experiencias italianas, Cabrero, al igual que Moya, pretende entroncar su propuesta con el pasado arquitectónico de España, al vincular la superposición de arcadas de su propuesta con el Acueducto de Segovia (22).

Diferentes propuestas para la Cruz del Valle de los Caídos: 1.- Luis Moya, Enrique Huidobro y Manuel Thomas (Primer Premio). 2.- Juan del Corro, Fco. Bellosillo y Federico Faci Iribarren (Segundo Premio). 3.- Javier Barroso y Sánchez Guerra (áccesit). 4.- Manuel Muñoz Monasterio y Manuel Herrero Palacios (áccesit). 5.- Luis Martínez Feduchi y Eduardo Rodríguez Arial (áccesit). 6.- Javier García Lomas, Carlos Roa y Fco. González Quijano. 7.- Francisco de Asís Cabrero Torres-Quevedo. 8.- Boceto de Francisco Franco. 9.- Pedro Muguruza Otaño (primer anteproyecto). 10- Pedro Muguruza Otaño (segundo anteproyecto). 11.- Antonio de Mesa y Ruiz Mateos (Anteproyecto de 1949). 12.- Diego Méndez (Anteproyecto de 1949). 

Fuente de las imágenes: 
1-6 y 8-12. Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Ed. Alberti. Madrid, 2009. 
7. Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Ed. COAM. Madrid, 2007 p. 19.

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Notas

(13) Decreto de 1 de abril de 1940, disponiendo se alcen Basílica, Monasterio y Cuartel de , Juventudes, en la finca situada en las vertientes de la Sierra del Guadarrama (El Escorial), conocida por Cuelgamuros, para perpetuar la memoria de los caídos en nuestra Gloriosa Cruzada. Boletín Oficial del Estado nº 93, 2 de Abril de 1940, p. 2240.

(14) Muguruza Otaño, Pedro; Muñoz Salvador, Antonio; Oyarzabal, Francisco Javier. Monumento Nacional a los Caídos. Revista Nacional de Arquitectura nº 10-11 (1942), p. 55-63.

(15) Dirección General de Arquitectura.- Anuncio de concurso de anteproyectos para una gran Cruz Monumental, convocado por el Patronato del Monumento Nacional a los Caídos con arreglo a las bases que se indican. Boletín Oficial del Estado nº 37, 6 de Febrero de 1942, p. 930. 

(16) No obstante, su propuesta se expuso el la Sala Macarrón de Madrid en 1943 junto con otras obras suyas. Ver: Notas Gráficas de Actualidad. ABC, 23 de Junio de 1943.

(17) Acta del Jurado del Concurso de Anteproyectos para una gran Cruz Monumental, convocado por el Patronato del Monumento Nacional a los Caídos. Publicado en Revista Nacional de Arquitectura nº 18-19 (1943). p. 23-24.

(18) Méndez, Diego. El Valle de los caídos: idea, proyecto y construcción. Ed. Alberti. Madrid, 2009. p. 23 y p.39

(19) La propia propuesta de Luis Moya, Enrique Huidobro y Manuel Thomas (Primer premio), D. Javier Barroso y Sánchez Guerra (áccesit), Manuel Muñoz Monasterio y Manuel Herrero Palacios (áccesit), el boceto de Francisco Franco, los dos Anteproyectos de Pedro Muguruza y la propuesta de Antonio de Mesa y Ruiz Mateos para el concurso de 1949. Méndez, Diego. Ibid. p. 24-43. 

La Revista Nacional de Arquitectura dedicó un número monográfico a las propuestas ganadoras, con abundante documentación gráfica. Ver: Revista Nacional de Arquitectura nº 18-19 (1943).

(20) Propuestas de Juan del Corro, Fco. Bellosillo y Federico Faci Iribarren (Segundo Premio), Luis Martínez Feduchi y Eduardo Rodríguez Arial (áccesit), Javier García Lomas, Carlos Roa y Fco. González Quijano (áccesit), además de la de Franciso de Asís Cabrero. 

(21) Ruiz Cabrero, Gabriel. Francisco de Asís Cabrero. Ed. COAM. Madrid, 2007 p. 19.

(22) Ruiz Cabrero, Gabriel. Ibid. p. 20.